Mariola fue una de esas niñas no detectadas como disléxicas que pudo haberse perdido por el camino. Ahora con 32 años puede compartir un viaje personal que parece una novela épica. El colegio para ella fue un infierno. Iba siempre atrasada, no entendía las materias cuando estaban en formato de lectoescritura y continuamente la echaban fuera de clase. Su madre estaba muy preocupada, no entendía por qué hablando sí comprendía la materia, y luego el rendimiento escolar era tan bajo. Y es que por aquellos años la dislexia era una completa desconocida. Su hermano tenía mucha facilidad para las lenguas y su madre no comprendía por qué uno de ellos sí podía y el otro no.
Muchos profesores le acusaban de no prestar atención y la expulsaban fuera de clase. Pero Mariola estaba muy atenta. Para evitar los temidos castigos, utilizaba estrategias para adivinar la pregunta que le iba a tocar, y la leía repetidas veces en su mente para no equivocarse. Aún así se equivocaba con mucha frecuencia. Su madre buscó psicólogos y profesores de apoyo por las tardes, le pedían que escribiera 100 veces lo que había escrito mal, pero nada cambiaba. Y es que Mariola tenía dificultades para detectar los errores. Podía decir una y otra vez que en una palabra había escrito “jueves” cuando en verdad había escrito “jeves”.
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Los años más duros fueron tercero y cuarto de primaria. Las palabras de una profesora de tercero de primaria se le quedaron grabadas a fuego: “No vas a servir para nada en la vida”. La ignoraba y continuamente la expulsaba de clase. Por suerte otras personas sí confiaron en Mariola y creyeron en su valor.
El primer año en el instituto fue un fracaso. Hasta entonces, de alguna manera los profesores del colegio conocían a Mariola y podían manejar sus dificultades. Pero al entrar en el instituto suspendió muchas asignaturas y tuvo que repetir 3º de la ESO. En ese momento se activaron las alarmas, y por primera vez tanto profesores como su madre se plantearon que tal vez habría alguna razón de fondo
El orientador del centro le administró pruebas e informes y fue cuando comenzaron a sospechar que Mariola era disléxica. Pero prefirieron no decir nada para no condicionarla y que ello pudiera suponer una excusa para no estudiar. Esperaron todavía un año más para confirmar el diagnóstico, y fue a los 16 cuando Mariola escuchó por primera que tenía dislexia. No le explicaron mucho, pero le funcionó como un alivio: no era ni vaga ni tonta, tenía una dificultad específica de aprendizaje
Varios profesores le sugirieron que estudiara formación profesional porque no la veían capacitada para la universidad. Otros confiaron en ella: su madre, familia, el orientador que había detectado la dislexia, y algunos profesores, ellos la animaban a que hiciera lo que de verdad quería hacer. Y después de reflexionarlo, decidió inscribirse en un bachillerato artístico, que terminó sin dificultades. A Mariola le encanta y se le da muy bien dibujar y todo lo relacionado con la imagen y el sonido. Y esa motivación fue el precedente de su elección de carrera: estudió Imagen y Sonido. Cuando terminó la formación encontró trabajo en una productora de televisión y, aunque todo iba bien, ella sentía que no estaba realizando su verdadera vocación: quería trabajar con niños.
Tanto su madre como su pareja le animaron a que hiciera lo que realmente deseaba. El problema es que Mariola no confiaba en ella misma. Las palabras que una vez pronunció aquella profesora de tercero de primaria, se repetían ahora en su interior como un lastre atado a su pie: “No vas a ser nada en la vida”. Su pareja, psicólogo y orientador educativo, le repetía que no podía seguir viviendo en el pasado, que tenía que superar las desvalorizaciones de su etapa escolar. La madre de Mariola cayó enferma y le pidió que por favor, si podía hacer algo por ella, era perseguir su sueño de trabajar con niños.
Fue entonces cuando Mariola se matriculó en un grado de educación infantil. Lo terminó sin problemas y de nuevo volvió a bloquearse. Deseaba entrar al grado de Maestro de Educación Infantil pero no se atrevía, tenía miedo al fracaso. Fue su pareja quién la matriculó sin que ella supiese nada. Comenzó a estudiar mientras trabajaba. Mariola lo tenía muy claro: quería trabajar con niños que tuvieran necesidades educativas especiales.
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Investigando sobre las necesidades educativas especiales, comenzó a pensar que tal vez podría especializarse en niños con dislexia. Quién mejor para empatizar con estos niños que alguien que lo ha vivido en la propia piel. Buscando referentes conoció a Luz Rello y asistió a cursos en Murcia.
Mariola terminó la carrera en tres años, en vez de los cuatro estipulados, y además lo hizo obteniendo buenas calificaciones. Por fin empezó a tener una sensación de confianza, de que era capaz, recuperando su autoestima.
Casualmente, al cabo de unos años, Mariola coincidió en un consultorio médico con aquella profesora que tanto daño la había hecho. Se saludaron, y la profesora le preguntó “¿Hasta dónde has llegado?”. Y fue el momento de Mariola para recolocar toda su historia personal en un segundo. En un acto de entereza y dignidad personal, le respondió “He llegado hasta donde he querido. Soy maestra y hay diferentes tipos de maestros. Lo que tengo claro es que no quiero ser una maestra como usted”.
Y es que tener dislexia, como dice Mariola, no te impide llegar a donde quieras. Eres igual de capaz para todo. Ahora Mariola ayuda a niños con dislexia y las mamás de estos niños aprecian enormemente su trabajo. Le comentan que es como si tuviera una “varita mágica” con ellos, que se pone en su piel y los entiende. Porque ayudar habiendo transitando el camino marca una diferencia. Mariola también ayuda a su pareja, que tiene un gabinete psicopedagógico, en la orientación a niños con necesidades especiales. Hacen un buen equipo.
Dibujar es una de las estrategias que más ha ayudado a Mariola, y que también utiliza con los niños con dislexia. Para ella lo importante es que el niño entienda lo que escriba, lo escriba mejor o peor, y para la compresión los dibujos ayudan mucho. La dislexia le ha motivado para desarrollar nuevas formas de aprender, y cree que su capacidad con el dibujo es una estrategia de compensación.
Mariola reconoce que la dislexia le sigue generando algunas dificultades cotidianas, ninguna que tenga demasiada importancia. Le pasa cuando asiste a cursos y toma apuntes, que después no entiende lo que ha escrito. También se equivoca al seguir o dar indicaciones y a menudo es despistada.
La tecnología ha resultado crucial para ella. Mariola utiliza las herramientas digitales como el dictado automático, los lectores de texto y los correctores ortográficos. Se apoya en ellas para estudiar y encuentra que así las barreras de la dislexia disminuyen.
Mariola recomienda a los adultos con dislexia, aquellos que han descubierto recientemente su dificultad, que continúen con su vida normal. Si han conseguido adaptarse sin haber sabido que tienen dislexia, pueden sentirse muy orgullosos de ellos mismos. Para ello lo más importante es que trabajen sobre su autoestima, y desde ahí se arriesguen a perseguir los sueños que tal vez habían dejado abandonados, creyendo que eso sólo estaban disponibles para otros.
Actualmente ha abierto un centro de educación infantil que utiliza metodologías alternativas.